jueves, 26 de junio de 2008

No dejes que tu vecino la tenga más grande


Fuente: Consume hasta morir

"No dejes que tu vecino la tenga más grande". Pueril, sí, pero funciona. En realidad, este tipo de competencia entre consumidores ha sido una de las claves para el desarrollo del consumismo de clases medias que hoy vivimos. Es la muy conocida distinción como valor del producto, y su papel estelar comienza a mediados de siglo XX.
En los años 50, el trabajador-consumidor podía ver anuncios de publicidad como los de la marca Dormeyer, donde se mostraba un mosaico de diez imágenes de electrodomésticos del hogar bajo el siguiente texto: “Esposas: Observad este anuncio con detenimiento. Señalad los productos que deseáis para estas Navidades. Enseñádselo a vuestros maridos. Si no va inmediatamente a la tienda, llorad un poco. No mucho, sólo un poco. Irán, irán. Maridos: Observad este anuncio con detenimiento. Apuntad lo que vuestra esposa quiere. Id a comprarlo. Antes de que ella empiece a llorar”.
A pesar de que una gran gama de lavadoras, aspiradoras, secadoras o tostadoras poblaba ahora el imaginario mediático y el “confort” se convertía en el eje alrededor del que la actividad fabril giraba, el consumo de masas significaba, sobre todo, homogeneidad. Decía el sociólogo Pierre Bourdieu que muchos gastos aparentemente ostentosos en realidad son “obligados elementos de un cierto tren de vida” , y la compra de unos productos estandarizados para la familia estadounidense era de necesario cumplimiento si no querías quedar fuera de la clase media consumidora.
Es entonces, pasada la Segunda Guerra Mundial, cuando parece que la nueva colección de objetos de consumo tiene hasta una dimensión lingüística y el vertiginoso ritmo de renovación de los productos y su calculada obsolescencia satura la comunicación de alusiones comerciales: “en la Enciclopedia, el hombre pudo ofrecer un cuadro completo de los objetos prácticos y técnicos de que estaba rodeado. Después se rompió el equilibrio: los objetos cotidianos (no hablo de máquinas) proliferan, las necesidades se multiplican, la producción acelera su nacimiento y su muerte, nos falta un vocabulario para nombrarlos ”.
La oferta de bienes con aspiraciones universalizables que la fábrica moderna había posibilitado, necesitaba de un consumo siempre creciente de estas colecciones de objetos, representaciones de una vida confortable bajo la batuta del progreso. Justamente por ello, la austeridad protestante de principios de siglo o la austeridad forzada de la postguerra fueron escenarios adecuados para el crecimiento de una gran clase media, pero no para su mantenimiento. Las décadas de los años 60 y 70 supondrán un giro clave para ello.
Para empezar, el mercado de electrodomésticos del hogar, estandarte del consumo de masas en las décadas anteriores, estaba en los 70 saturado de modelos y marcas. Se había alcanzado en EEUU, por ejemplo, la cifra de un automóvil por cada dos ciudadanos y el crecimiento económico daba muestras claras de crisis. La economía familiar, lógicamente, dejaba entrever toda esta transformación: Por ejemplo, las familias españolas dedicaban a principios de los 60 la mitad de su presupuesto a la alimentación. Dos décadas después, sólo el 30% .
Pero la partida “otros gastos” del presupuesto familiar ya no se dedica tanto a un mercado de bienes y servicios homogeneizador. Ahora, en vez de prometer el acceso a la clase media, el consumo promete una salida por una puerta repleta de espejos: el consumidor de los 70 buscará, sobre todo, la diferenciación.
En un escenario de sobreinformación del consumidor, la diferenciación se convierte en una herramienta indispensable del consumo moderno. Aquel imaginario del consumo de masas, compuesto por colecciones de objetos imprescindibles para entrar en el elitista grupo de los 1700 millones de consumidores mundiales, se complementa en estas últimas décadas con una colección repetitiva de mensajes del que destaca sobre todo uno: nuestras deficiencias (a la vista en comparación con la colección disponible de modelos para cualquier ámbito de la vida) se solventan siempre a través de la compra de los bienes y servicios disponibles.
La publicidad, canal ideológico esencial al modelo de consumo, deja definitivamente de ofrecer información útil sobre el producto, para aprovechar las posibilidades comunicativas del lenguaje audiovisual y centrarse en la transmisión sentimental: “Hay pocos productos que se vendan dejando de lado la emoción. Existen pocas diferencias entre productos; la diferencia recae en el vínculo con la marca y en la confianza del consumidor. Eso se crea tras construir durante años un lazo emotivo que te haga elegir una marca y no otra”, dice el presidente de una agencia publicitaria .
Las empresas anunciantes, tras años haciendo crecer el valor de sus marcas en el mercado de intangibles, aspiran ahora a un siguiente paso, más ambicioso, junto al consumidor: generar experiencias “en las que la marca, más allá de proveerle de determinado producto o servicio, lo que hace es conectar con sus intereses, motivaciones y su estilo de vida y, en definitiva, con todos aquellos aspectos relacionados con el consumo simbólico (aquellos factores con un valor añadido simbólico, emocional, que provocan, finalmente, que el consumidor consuma la marca más allá de por sus propias características tangibles)”, explica un especialista en marketing.
La distinción, pretenden las marcas con valor "intangible" (aquellas que dejaron de producir para volcarse en el merchandising), está en los productos que compras. Justamente por eso, Viceroy, la marca de relojes de lujo, dice en sus anuncios: "no es lo que tengo, es lo que soy". Sólo puede acceder al producto quien se lo merece, es decir, toda la clase media de consumidores.

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